Eva Barro García

Es natural de Sotrondio-San Martín del Rey Aurelio (Asturias). Se licenció en Química en la Universidad de Oviedo y se trasladó a Madrid, de donde se escapa, siempre que puede, a disfrutar del mar. Es profesora de Matemáticas y Química en Bachiller, en el colegio La Inmaculada y Profesora Asociada en la Facultad de E.F.P. de la Universidad Complutense.

Siempre escribió, de hecho, el primero de sus premios literarios lo ganó a los doce años en el Certamen “Librería Sol”. En el año 2000, animada por algunos compañeros de claustro, se presentó a un concurso para profesores en el que resultó ganadora y desde entonces su currículum no deja de acumular galardones, por ejemplo, el Premio Juan Valera de Novela 2011, el Premio Internacional de Novela Siglo XXI de Alcorcón 2013, el Premio Clarín 2013 de Cuentos… por citar alguno de los últimos.

En su obra, siempre prosa, conjuga sus dos pasiones, la educación y la literatura.
Universidad de Oviedo y se trasladó a Madrid, de donde se escapa, siempre que puede, a disfrutar del mar. Es profesora de Matemáticas y Química en Bachiller, en el colegio La Inmaculada y Profesora Asociada en la Facultad de E.F.P. de la Universidad Complutense.

Textos: Eva Barro


EL EFECTO 2000

(Primer premio del concurso literario del C.P.R. de Madrid - Mayo 2000)
- Hola, Carolina.

- Qué tal, Aurelio. Mira que quedarte tú, hoy...

- Ya te lo dije. Si tú vienes, yo vengo.

- ¿Has cenado, hijo?

- Sí. Me han llevado ellos.

- Muy bien. Siéntate por ahí, anda.

- ¿Qué hago?

- Me parece que no habrá mucho que hacer. Aparte de esperar.

- ¿Al dos mil?

- Sí, guapo, sí. Al dos mil. Hasta luego.

- Hasta luego, Carolina.

Aurelio la miraba con la boca abierta, con cara de dálmata, apenado porque cerraba la puerta y desaparecía de su vista. No le salía la lengua de los dientes, pero en una caricatura sería un detalle acertado. Se quedaría allí, a la puerta del despacho. Solo aparta la vista de aquella puerta o se aleja, si uno de los otros empleados le manda cualquier recado, pero en cuanto cumple, vuelve a establecer la guardia, en el pasillo. Aquel comportamiento le había valido el apodo de Aurelio El Can. Y Carolina era para él casi como el amo para cualquier buen perro. Ella le había dicho que se sentara. Pues allí se queda, en los silloncitos de cuero negro que adornan el pasillo.

- Aurelio, majo, que no se te escapa

- Ya, ya... – y sonreía abriendo aquella bocaza que rara vez se cerraba del todo.

Hacía doce años que trabajaba en la empresa. Porque Aurelio era un trabajador y de los buenos. Corto de luces, de corazón inmenso, la hercúlea energía de sus casi dos metros parecía inagotable. Lo mismo traía un café o unos bocadillos, que levantaba a pulso una fotocopiadora. Repartía el correo, traía y llevaba encargos, ayudaba en todas partes, sobre todo allí donde se necesitase fuerza. Aurelio no era bruto. A pesar de sus dotes físicas, sus manos, de tamaño de palas raseras, eran dóciles y delicadas. Jamás había derramado un café, ni se le caía un papel al suelo, porque aquello que agarraba, quedaba sujeto, como soldado a su piel, más seguro que en ningún otro sitio, y a la hora de depositarlo, lo mismo dejaba en el suelo un armario, que un jarrón de cristal sobre una mesa. Y es que Aurelio no conocía la prisa. Si entendía lo que le mandaban, lo ejecutaba con precisión robótica y si no, se quedaba parado, con los ojos muy abiertos y la boca más, frente a quien le hablaba, sin preguntar, sin moverse, ni pestañear, esperando a que le repitiesen las instrucciones y éstas encajasen en su cerebro correctamente para dedicarse en cuerpo y alma a la tarea encomendada.

Obedecía a todos los empleados, adoraba a Carolina y odiaba de forma inconsciente y primitiva al jefe de sección. Estos tres sentimientos y algunos recuerdos vagos de su infancia constituían todo el bagaje emocional de Aurelio. La sumisión era natural en él. No le costaba acatar mandados, agradecía cualquier muestra de complacencia y no le importaban las chanzas que le gastaban. Lo de Carolina era mucho más profundo. El día en que su tío Tomás le había llevado allí, su primer día de trabajo, ella bajaba las escaleras cuando subían y el tío se la quedó mirando.

- Sí que es guapa, la moza.

- Es guapa – repitió Aurelio.

- Se parece a tu madre. Así era tu madre antes de.. bueno, ya sabes. Mi hermana era una belleza.

Aurelio no contestaba nunca cuando a su tío se le ponía cara triste y voz apagada. Y eso sucedía al acordarse de su hermana. Y aquella hermana del tío era su madre. Y él se acuerda de las manos de su mamá revolviéndole el pelo antes de darle un beso y después de abrigarle con el edredón, para que se durmiera, y él siente un vacío muy grande al que no acierta a llamar pena, que su tía Faustina nunca supo, ni quiso, llenar.

- No le hables a la tía de tu madre –le había dicho el tío Tomás - que no le gusta.

Y Aurelio obedecía, y cada noche, sin que el recuerdo se deteriore con el tiempo, añora la caricia cálida de aquella mano. Y aquel beso.

Desde que entró en la oficina, la muchacha fue para él la imagen de la madre perdida. Ella era cariñosa, le trataba mejor que los demás, nunca le gastaba bromas estúpidas, le sonreía siempre. A veces le traía alguna chuchería. Y una vez, estando él agachado, recogiendo los clips que se le habían caído a alguien, Carolina le revolvió el pelo, al pasar. Desde aquel día, cada noche, las manos de ella y de su madre se armonizan para acariciar su cabeza y Aurelio se duerme, cercano a la gloria de sentirse querido.

Carolina era la secretaria de dirección, y la sensibilidad de Aurelio había captado que su superior la dominaba y que ella le aborrecía. Fue suficiente para que D. Justo se convirtiera en blanco de sus oscuras inclinaciones. Un día el jefe le gritó a la chica. Y a todo el mundo, pero Aurelio solo percibió lo que le pasaba a ella. No le importó en absoluto que le llamara anormal “¡Quítame de en medio a ese anormal!”, había aullado, cuando él se había colocado en la puerta, dispuesto a consolar a Carolina de la bronca, sin considerarse capaz de defenderla y sin picardía para ponerse en otro sitio más prudente. Al final, fue ella la que le consoló.

- Venga, hombre, que no ha sido para tanto...

- Te ha chillado muy fuerte...

- Y tú te has asustado ¿eh? Pero en el fondo no es mala persona, el jefe. Hoy está de mal humor, y en el fondo tiene razón para enfadarse un poco, pero no pasa nada.

- ¿No te hará nada?

- Claro que no, hombre. Olvídalo ¿quieres? Ya verás como mañana sigue todo igual que ayer ¿vale? No te preocupes más.

Pero Aurelio no lo olvidó. Y aprendió a esconderse de D. Justo.

- ¿Y qué haces tú aquí, chaval? – le interroga divertido Andrés, uno de los administrativos. Y él levanta su cara noble, de mandíbulas separadas y sonríe como respuesta.

- ¡A ver! Que sin el Aurelio, cualquiera se enfrenta al efecto dos mil ¿verdad? – apunta otro.

- ¿Te han mandado venir? ¿Cuánto te pagan por esta noche, chico?

A falta de ocupación, los cuatro le rodean, jocosos.

- Nada – y él sonríe, sentado, que eso es lo que Carolina le ordenó.

- Entonces ¿qué haces aquí?

- Quiero verlo.

- ¿El qué?

- El dos mil.

- Pero si no hay nada que ver, hombre...

- Yo quiero ver el efecto dos mil – insiste el muchacho.

- ¿Y quién te ha hablado a ti de eso?

- Dice Paco que va a ser divertido.

- Divertidísimo, oye, tú. Lo de comerse aquí las uvas es fantástico ¿no va a ser?

- Pero si todo va a funcionar...

- Esto ha sido un montaje bestial para que más de uno se chupe una pasta gansa a costa de la nochecita.

- A río revuelto, ya se sabe.

- Pero ¿qué va a pasar? – pregunta Aurelio tan excitado como un niño pequeño ante una sorpresa, y los mira a todos, más con la boca que con los ojitos brillantes.

Andrés, que tiene una estatura similar a la de Aurelio sentado, se le acerca, le pone las manos en los hombros y le asegura muy serio:

- Mira, chaval, yo te lo explico. Después de las campanadas, ya estamos en el dos mil ¿de acuerdo? Pues entonces todo va a ser al revés. El próximo lunes tu vas a ocupar el puesto de D. Justo y él va a ser el botones. Tú ya sabes, a mandar. ¿Qué te parece?

Y Aurelio sonríe, sin dar muestras de haber comprendido, ni que sea broma ni que sea en serio. Andrés prosigue.

- Todo al revés. Todo. Las agujas del reloj irán para atrás. Y las puertas serán las ventanas y las ventanas las puertas.

- ¿De verdad?

- Pues claro, figura, ya lo verás. Y los aseos de los hombres para las chicas y para nosotros el de señoras.

- Hombre, eso no estaría mal. Por fin tendríamos espejo, después de tanto pedirlo – tercia otro.

Por la puerta del fondo del pasillo, aparece el director. Seco. Soberbio. El de siempre.

- ¡Buenas noches!

- Buenas, D. Justo. Usted dirá, qué se hace.

- Cada uno a su puesto. A observar sus equipos. Cuando falte un minuto para las doce, enviarán un correo electrónico y comprueben si llega o no. Y comprueben también la telefonía interna, tras la última campanada. Y el acceso a los servidores. A la menor anomalía, me avisan.

- De acuerdo.

- Sí, señor.

- Recuerden que nuestros servidores van con la hora de Greenwich, así que hasta la una de la madrugada no sabremos realmente lo que puede suceder en la red.

- Sí, de acuerdo.

- Y conecten las noticias. Aunque ya hace horas que todo funciona en otros países, nunca se sabe.

Entró en el despacho, cerró la puerta y Aurelio se quedó solo, sentado en el silloncito negro cuyo respaldo apenas albergaba su espalda. Apoyó la cabeza en la pared. Le llegaba el ruido de la radio, desde la gran sala de administración, y de la sala de informática, por el otro lado, el eco de la televisión. Cualquiera de los dos medios tenía sobre él un efecto infalible, se dormía. Y además, no estaba acostumbrado a trasnochar. Se le cerraron los ojos, pero no quería rendirse y los abría, para volver a caer en un ligero sopor que cada vez le costaba más sacudirse.

Se vio en el colegio, de chico. Era más grande que los otros, más lento. Le pegaban y no se defendía. Pagaba las culpas de cualquier travesura; sufría, inocente, castigo tras castigo de aquella pérfida maestra de ojos saltones que no tenía capacidad suficiente para comprender la situación y se gozaba en martirizarlo, como los chicos. Había sido un suplicio, la escuela para Aurelio. Se lo contaba a su madre, y ella le abrazaba y lloraba, la pobre, y le revolvía el pelo. Pero después, a tía Faustina, no.

Un portazo le sobresaltó. Se irguió en el asiento, pero no vio nada. Oía de lejos las voces, la radio, la televisión, cada vez más difusos, se le mezclaban los ruidos, cada vez más lejanos...

La tía Faustina estaba siempre enfadada. Le pegó mucho aquel día de Nochevieja, porque se le habían olvidado los limones. Le mandó a comprar patatas y tres limones. Pero se le olvidaron los limones y ella no comprobó la bolsa de la frutería hasta la hora de preparar la cena. Y aunque su prima Candi le defendió, y sacó la cocina del apuro pidiéndoselos a una vecina, a él le tocó acostarse sin cenar. El tío Tomás le había llevado a escondidas dos polvorones y un mazapán, pero el tío Tomás, aunque era bueno, no sabía revolverle el pelo.

Un griterío histérico le devuelve a la realidad. Están sonando las famosas campanadas, campanadas misteriosas aquellas, y gritan en la tele, gritan Andrés y Paco y los otros... beben cava y comen uvas. A él no le gusta, ni lo uno ni las otras. Deja escurrir su corpachón, ocupa con las piernas la mitad del pasillo y apoya la cabeza en el borde del respaldo negro.

Fue peor cuando perdió la tarjeta del transporte. Nunca había perdido nada, seguramente se la robaron, como decía el tío Tomás después, pero lo cierto es que no estaba en el bolsillo de su cazadora y sin ella no se atrevió a subir al autobús. No se le ocurrió contárselo a nadie. La gente pasaba, llegaban a la parada, cogían el número que les correspondía y se iban, y nadie se fijó en él, de pie, apoyado en la columna de la marquesina, como si fuese otro pilar más de sujeción, hasta que ya de noche, tardísimo, dos policías municipales se le acercaron, le sacaron poco a poco la historia y lograron llevarlo a casa. Entonces sí que estaba furiosa la tía Faustina. Delante de los guardias solo lloraba y lloraba, pero en cuanto se fueron, le dio con la zapatilla y él ni siquiera se movía para esquivar los azotes. Por la mañana tenía el cuerpo lleno de moratones que dolían al tocarlos. Ahora ya no le pega, la tía Faustina. Ya lo decía el tío Tomás, que en paz descanse, como decía ella al acordarse de su marido. “Cuando la tía cobre tu sueldo, ya verás como todo cambia”. Además, la tía Faustina está ya vieja.

Alguien se queja. ¡Carolina! Es Carolina. Parece que llora. Se incorpora y mueve la cabeza en todas direcciones, haciendo honor a su apodo, parece olisquear el aire. La puerta del despacho no está cerrada del todo, queda una pequeña rendija por la que sale la luz y el gemido. Se acerca, sigiloso. Se queda aterrado, inmóvil, espiando sin poder reaccionar. Ella tiene toda la ropa desordenada, está despeinada, la blusa se le cae. Nunca la había visto tumbada sobre la mesa grande, allá al fondo. Y el jefe le sujeta las piernas y la empuja una y otra vez y ella se queja... De pronto él se para y se separa de ella. Sí, es D. Justo, ahora le ve bien, que se ha ladeado. Le ha hecho daño, a Carolina. La ayuda a ponerse en pie, vuelve a acercarse a ella, le aparta más la ropa, la muerde. Le ve la cara, a Carolina. No llora. Él tampoco lloraba cuando le pegaba tía Faustina. Ella tiene cara de asco, de sufrimiento. Le ha hecho daño. Está seguro de que le ha hecho daño.

- ¡ Venga! ¡Ve a arreglarte! – le dice el malo, y le da una palmada en el trasero, y ella recoge sus cosas, se calza los zapatos y desaparece en el cuarto de baño privado del señor director. D. Justo se coloca la camisa y los pantalones. Se pone la chaqueta y se dirige a la puerta. Aurelio se mete raudo en la habitación de al lado, espantado. ¡Le ha hecho daño! ¡Le ha hecho daño, a Carolina! ¡Le ha hecho daño! Asoma la cabeza y ve al jefe caminar pasillo adelante, hacia la sala de informática, ajustándose el cinturón en un gesto de superioridad orgullosa que no pudo terminar.

El extintor cayó sobre su cabeza y se desplomó como un muñeco de trapo sobre el suelo de moqueta. No esperaba el golpe, no pudo verlo porque le llegó por la espalda y murió en el más absurdo de los silencios. La radio, la televisión, los empleados, seguían vociferando, a lo lejos.

De pronto Aurelio siente una necesidad insólita. Quiere huir. D. Justo no se mueve, de su cabeza rota mana sangre y nunca le han gustado las heridas. ¿Y si resulta que ahora Carolina le dice que no es tan malo el jefe, como aquella vez? Bueno, mañana es fiesta, y al otro día también. El lunes ya se le habrá olvidado. Además el lunes ya manda él, por el efecto dos mil y Carolina no le regañará. El D. Justo ese, que se cuide mucho de volver a hacerle daño a Carolina. Se pone el abrigo y los guantes. Mira al reloj. Faltan veinte minutos para la una de la madrugada. No se fija en que las agujas van como siempre, pero sí recuerda las otras advertencias. Después de las doce, ya estamos en el dos mil. El efecto dos mil.

Levanta la persianita de plástico que hace las veces de cortina. Esto tendrán que arreglarlo porque queda un poco alto. Para el lunes ya estará todo el efecto dos mil bien puesto. Se sorprende un poco, al principio, de no encontrar el suelo. El viento le acaricia el pelo, como las manos de Carolina y de su madre, y es muy agradable, aunque los dedos de la noche sean fríos. No comprende por qué se cae, pero no tiene miedo, es el efecto dos mil. Y el inmenso dolor duró un solo instante, demasiado fugaz para borrar la sonrisa eterna de su rostro, pegado a la acera.
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HUIR

(PREMIO CLARÍN  – Asociación de Escritores y Artistas Españoles – Madrid - Octubre 2013)
— Madre, hay una mujer en mi remanso.

— Déjala que se bañe, no hacen daño a nadie.

— No está en el agua, está sentada en la orilla.

— ¿Ha descubierto tu espejo?

— No, madre, no le hice señales. Ella lleva uno en su mano, pero no lo usa. Tal vez porque no es hermosa.

— ¿Una vieja?

— No aparenta más edad que cualquiera de mis hermanas. Pero lleva la piel manchada en mil colores oscuros y deformada la mejilla, como si un párpado le hubiera crecido más.

— Comprendo. Déjala, hija, deja que el frescor de la fuente la calme y el verde de la floresta la arrope.

— Lo peor es que está triste. Tiene el alma arrugadita.

— No te muestres, hija mía. Deja que el agua diluya su pena, si es que puede.

— ¿La conoces, madre?

— Si no a ella, a muchas de sus semejantes. Ve a jugar, pero no te muestres.

La pequeña xana apartó la espumosa cortina de agua, se arregló la túnica contemplándose en el gran cristal verde que disimulaba la entrada a la gruta de su madre y se dispuso a cumplir el mandato. No sería difícil obedecer, solamente debía ignorar a la intrusa y divertirse como siempre. Su corta edad la eximía de apacentar al ganado y la mantenía a salvo de los faunos, aunque debía cuidarse de los sátiros, bien aleccionada por las mayores. Era una ninfa aún cándida y confiada porque nunca había sufrido una mala experiencia y tampoco había sucumbido a las tentaciones de trasgredir las normas, tan bien inculcadas por la madre y reforzadas por las hermanas, así que no había probado castigos ni decepciones.

El Lago Madre era el mayor de toda la torrentera y el más pacífico, aunque el más poblado. Los salmones llegaban hasta él para desovar, las truchas descansaban en su vientre antes de lanzarse río abajo, otras especies de peces merodeaban por sus aguas días y días jugando al escondite entre las algas brillantes, los cangrejos removían las piedras. La corriente, al llegar al lago, dejaba de cantar su alegría para atravesarlo bisbiseando y tarareando un himno de paz; montaña arriba había atronado el espacio, compitiendo con el vendaval de invierno, muerta de miedo ante los obligados saltos y despeñes, algunos vertiginosos, de roca en roca. La xana disminuyó su tamaño, pero sólo lo suficiente para poder encaramarse a los lomos de un gran lucio evitando que el pez, carnívoro y tragón, se la comiese.

— ¿Me esperabas?

— Me gusta merodear por las orillas, ya lo sabes.

— Pues yo creo que me esperabas.

— ¿Y qué, si así fuera?

— Y nada, pero te estaría agradecida. Si sólo te trajo la casualidad, le doy las gracias al Azar y tú no te apuntas el mérito. Es lo que se saca siendo esquivo.

— No discutas conmigo, que apenas sales de la crisálida y yo ya soy abuelo.

— No presumas, larguirucho. Seguro que ni siquiera la has visto.

— ¿A quién?

— A la mujer. A la que se sienta en mi ribera. ¡Vamos, llévame a mi fuente! ¡Venga, rápido, río abajo! ¡Vamos! ¡Vamos!

— ¡Ah, la juventud impetuosa! ¡Qué será lo que tanto te agita! ¡Eh, pequeña, no hace falta que golpees mi flanco con tanta fuerza!

El tiempo no se mide en el río y en la fronda con los mismos parámetros que en el pueblo. Los humanos se han sometido a los relojes y distribuyen los ritos diarios a su dictado. El resto de seres lo viven según su conveniencia y su propio sentido del ritmo.

— Mírala allí. El rayo del sol está a punto de tocarle el pelo. Tiene la cabellera larga como nosotras, pero no tan dorada. ¡Qué pena esa piel tan fea!

— No es fea, princesa. Los golpes la han pintado así, y la han hinchado, pero era una cara bonita y volverá a serlo. No tanto como la tuya, ciertamente, no tanto como la tuya.

— ¿La conoces, entonces?

— Si no a ella, a muchas de sus semejantes.

La joven náyade descabalgó, inquieta, y se encaró con el anciano pez. La había sorprendido oír las mismas palabras que pronunciara su madre y un jirón de rebeldía empezó a latirle.

— ¿También tú vas a advertirme?

— ¿Sobre qué?

— La Gran Hada me ordenó que no me mostrara.

— La Gran Madre es sabia.

— Pero siento pena por ella. ¿Puedes ver su espíritu?

— Sí, sí que puedo. Deteriorado, como su cuerpo.

— No, como su cuerpo no. Dices que volverá a tersarse su cutis, pero en su ánima, aunque se regenere un poco, siempre quedará alguna estría. No hay quien borre las marcas del dolor.

— Cicatrices. Esas heridas del alma se convierten en cicatrices que van agrandándose hasta convertirse en dolorosos surcos. Y no son las peores las del dolor, las más profundas las deja la injusticia.

— ¡Qué horror de palabra! ¡Cicatriz! ¿Y por qué son malas las… cicatrices?

— Porque le cierran el paso a la confianza. Se vive mal, presa del miedo.

— Pues yo voy a hablarle.

— ¡No!

— Está sola…

— Recuerda, no debes mostrarte, guarda bien tu espejo.

— ¿Te vas?

— Hay muchas orillas que explorar.

La inexperta xana se mantuvo quieta, escuchado, con todos los sentidos alerta, agradecida por poseer algunos más que los cinco de los pobres seres humanos. Sin atreverse a quebrantar el precepto, encontró la forma de jugar con aquella criatura, que teniendo casi su misma forma, sufría. Se cubrió totalmente con la túnica de espuma y así camuflada, se dedicó a saltar sobre el líquido elemento, procurando que las salpicaduras llegaran a la muchacha. Las primeras la sobresaltaron, pero después supo apreciar la caricia del agua; incluso llegó a sonreír y se atrevió a atravesar la cristalina superficie con los pies descalzos.

Un ruido cauteloso llegó a la poza. La primera en percibirlo fue la xana, y al cesar sus cabriolas, alertó a la mujer, que, temerosa, salió del agua dispuesta a esconderse. Una corza, majestuosa a pesar de su pequeño tamaño, se acercó a beber, manteniendo las orejas enhiestas; un olor, una ligera vibración, una sensación desconocida le impedía relajarse, pero la sed apremiaba. La xana la tranquilizó.

— No debes temer, sólo es una hembra asustada.

— Pero bípeda.

— Te aseguro que no hay peligro.

— Bien, de ti me fío.

— Agradezco tu confianza. Sí que es importante, sí, la confianza. Tenía razón el lucio.

— Ya casi es verano… ¡qué rica, el agua!

— Ella ya no confía. Y también está perdiendo la esperanza. Y la serenidad. Y lo peor de todo, la fe en sí misma.

— No me preocupan los humanos. La verdad es que no me agradan. Adiós, xana. Gracias por el agua.

Y entonces sucedió. La ninfa se compadeció de la mujer hasta el punto de necesitar saber por qué sufría. Quiso ayudarla. Recobró su tamaño natural, más menuda y elástica que las personas, de figura totalmente armoniosa; liberó su abundante y ondulada cabellera sin pararse más que a ahuecarla con los dedos y su clámide efervescente se le adaptó al cuerpo cual vestido etéreo y nacarado, pero sin prohibirles a la brisa y a la luz  jugar con los irisados pliegues. Su preciosa y cautivadora voz entonó una melodía suave que llamara la atención de aquella nueva amiga y su espejo de oro lanzó un par de destellos.

—  Si al menos tus lágrimas se convirtieran en perlas, como las nuestras…

— Por eso quiero ser como tú.

— ¿Para hacerte un tesoro llorando?

— No, xana, para no tener que llorar más.

— No basta con un espejito de vidrio y un camisón blanco, para ser xana…

— Dime tú lo que necesito. Cuando sea una de vosotras seré feliz…

— Pero eso es imposible.

— ¿Nunca podre ser dichosa, entonces?

— Nunca podrás ser ninfa, porque no lo eres.

— Sí, sí. Me quedaré en el agua pura, me gusta el agua. Aprenderé a cantar mejor, ya no lo hago mal… Lo peor es que mi espejo y mi peine no son de oro, es cierto, pero en oro se convertirán… En esta noche de San Juan, todo prodigio se cumple. Conoceré la felicidad… tengo derecho a un poquito…

Los helechos, despavoridos, se mecieron a un lado y a otro, buscando ayuda, un remedio, una solución a la tragedia que presentían, y a coro salmodiaron:

— No es este el camino. No es este el camino. No es este el camino.

Pero ninguna de las dos hizo caso. La mujer apenas percibió un dulce hálito perfumado que la animó a seguir avanzando por las aguas en vez de devolverla a la orilla. La xana los oía y pudo entenderlos, pero no les prestó atención suficiente.

— Ni siquiera podrás ser ayalga, amiga mía, porque aunque tengas cualidades extraordinarias, que no lo dudo, ningún pecado horrible habrás cometido para que se te castigue a servir a un cuélebre.

— No, yo no soy culpable más que de reflejar sus faltas; si obro bien, me envidia y se enfurece, si me equivoco se engríe, y me desprecia.

— ¿De quién hablas? ¿Qué ser puede actuar de manera tan ruin?

— El hombre que me atosiga, el que me exprime, el que me humilla, el que me aterra.

— ¡Huye!

— Eso hago, pequeña diosa, eso hago.

Los cantos rodados se dejaron cubrir de musgo para construir un confortable lecho. Los rosales silvestres se dejaron arrancar las rosas para engalanar la superficie del remanso. Los lirios, los juncos y las prímulas de las orillas rindieron pleitesía al cuerpo mecido por las aguas. Hasta los narcisos levantaban su amarilla cabeza para saludar, al paso, a la victoria aparente de la muerte sobre el sufrimiento, la brutalidad, la desolación, la tristeza. Los helechos, juiciosos, lamentaban que nadie hubiera apreciado sus advertencias.

 Las náyades de todo el cauce se reunieron enseguida en el hogar de la hermana menor, convocadas de urgencia por los rumores de sauces, castaños, robles, avellanos y abedules. Hasta los pocos acebos del bosque habían hecho vibrar sus gruesas y espinosas hojas transmitiendo el mensaje. Después, los pájaros permanecieron mudos, unos arrebujados en sus nidos, otros escondidos entre el ramaje, y fue precisamente su silencio respetuoso, y el toque de queda del aire, quienes llevaron la noticia al pueblo, donde la gente, sin comprender, supo que algo poco habitual sucedía al notar el escalofrío que recorrió, culpable, su espíritu y su espalda, mientras apilaban leña para las hogueras. Fueron apenas unos instantes hechizados del crepúsculo, que no se reconocieron, que no se recordarían hasta el día siguiente, tras los que una voz bronca y unos ojos turbios siguieron buscando a su presa entre las gentes sin que nadie supiera darle razón.

Un petirrojo interpeló al bruto, tic-tic-tic, y un verderón le recriminó, casi a la vez, con su dulce chip-chip; la lechuza se desperezó en su viejo tronco y lanzó al aire su lamento, más intenso y funesto que en cualquier otro atardecer; fue el cuervo, con su grave croac, quien más duramente le afeó al hombre su conducta. Pero a ninguno fue capaz de entender. Tampoco comprendió a la anciana que se le atravesó en el camino y le escrutó, antes de sentenciar: “habrás de pagarlo”.  Ni supo entender a la tropa de chiquillos que acarreando ramaje seco le rodearon entonando: “por delante de mi venía, por delante de mi pasaba, por delante de mi venía la vida que se escapaba”.

 Llegaba al recodo del río el resplandor lejano del fuego y los aullidos de los mozos que saltaban. Las bestias se mantuvieron recogidas en sus madrigueras. Y gracias al reverbero de la luna, pues el brillo de las estrellas apenas bastaba para que ellas mismas lucieran, contemplaron las xanas  la nívea sonrisa de aquel rostro que parecía haber encontrado el reposo; la Gran Madre autorizó a su benjamina a colocar en las manos de la aspirante a ninfa, una madeja de hilos de oro, antes de que cada una fuera a su fuente a prepararse para glorificar, cantando, la alborada del solsticio de verano, que se acercaba sobrecogido ante las noticias que le transmitía la aurora.



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